A comienzos de los años 90 hice un viaje a Buenos Aires a fin de buscar documentación y testimonios para mi libro El Presidente que no fue. En aquel momento vivía una suerte de continuidad autoimpuesta del exilio, en una barriada del sureste de Londres.
Mi viejo amigo Beto Borro, que colaboró en aquella búsqueda en los laberintos del pasado, me había dado cobijo en su casa de entonces, cercana al Pacífico.
En un mundo aparentemente unipolar reinaba el Consenso de Washington con sus basamentos principales: democracia sin debate político y mercado sin regulaciones; en la Argentina, Menem celebraba en la Ferrari Testarossa un tiempo de bonanza y crecimiento, que encubría la entrega dolosa del patrimonio nacional y parecía imponerse en la batalla cultural, apoyado en la Plaza del Sí organizada por Marijuli y el finado Bernardo Neustadt. Transcurrían las noches en largas sobremesas, donde pasábamos revista a las calamidades de la época, que parecían confirmar las predicciones de Francis Fukuyama sobre “el fin de la historia”.
Es apenas un paso, pero un paso en la dirección correcta, porque el servicio público de aeronavegación comercial es mucho más que la simple demanda de pasajes; tiene que ver con la integración territorial y el desarrollo económico y social de la Nación.
El proyecto original que el Poder Ejecutivo envió al Congreso, firmado por Jaime, el ministro Julio De Vido y el nuevo jefe de Gabinete, Sergio Massa, incluía también otro artículo imposible de votar: el sexto, que abría una rendija para una eventual reprivatización de la empresa, una vez que el Estado-pelotudo la saneara.
Un escenario que probablemente no habrá de reproducirse cuando la Cámara alta trate la media sanción sobre Aerolíneas. No sólo por la contundente votación en Diputados y el ánimo social, mayoritariamente favorable a la recuperación de la línea de bandera, sino porque la propuesta de la oposición (integrada entre otros por la UCR, la Coalición Cívica y el PRO) es directamente un disparate.
Muy lejos estaba entonces de suponer que llegaría a vivir lo que tuve el privilegio de disfrutar la noche del jueves pasado: estar sentado en una banca de diputado, votando la reestatización de Aerolíneas Argentinas.
Un dato no menor respecto de los cambios introducidos en el proyecto del Ejecutivo por el dictamen de mayoría es que el precio de la compra, que en el acta-acuerdo made in Jaime De Vido podía ser fijado por las partes con el eventual arbitraje de un tercero supuestamente imparcial, ahora será establecido por el Tribunal de Tasación, con la cooperación de la Auditoría General de la Nación y la aprobación o rechazo del Congreso.
A la hora de fijar el precio habrá que recordar que el Grupo Marsans cuando compró Aerolíneas, ya fundida escandalosamente por Iberia, pagó un euro. Lo cual fue festejado como un triunfo por el malogrado gobierno de Fernando de la Rúa. Y que los corsarios ibéricos lejos de incrementar el patrimonio de la aerolínea terminaron de evaporarlo, incluyendo en sus pases mágicos los 750 millones de dólares que les otorgó la SEPI (Sociedad Estatal de Participaciones Industriales) del Estado español.
La pelota está ahora en campo de los corsarios, pero regresará al Congreso para fijar el precio. Si los autores del pillaje accionan contra el país, habrá llegado la hora de subir la apuesta y votar, directamente, la expropiación.
por Miguel Bonasso
Publicado en Crítica de la Argentina el 24/08/2008