martes, 23 de septiembre de 2008

MI VOTO ES POSITIVO

A comienzos de los años 90 hice un viaje a Buenos Aires a fin de buscar documentación y testimonios para mi libro El Presidente que no fue. En aquel momento vivía una suerte de continuidad autoimpuesta del exilio, en una barriada del sureste de Londres.

De la Argentina pretendía llevarme vestigios del gran naufragio de los setenta, para tratar de armar con ellos un rompecabezas que me permitiera entender lo que yo mismo había vivido veinte años antes.

Mi viejo amigo Beto Borro, que colaboró en aquella búsqueda en los laberintos del pasado, me había dado cobijo en su casa de entonces, cercana al Pacífico.

En un mundo aparentemente unipolar reinaba el Consenso de Washington con sus basamentos principales: democracia sin debate político y mercado sin regulaciones; en la Argentina, Menem celebraba en la Ferrari Testarossa un tiempo de bonanza y crecimiento, que encubría la entrega dolosa del patrimonio nacional y parecía imponerse en la batalla cultural, apoyado en la Plaza del Sí organizada por Marijuli y el finado Bernardo Neustadt.

Transcurrían las noches en largas sobremesas, donde pasábamos revista a las calamidades de la época, que parecían confirmar las predicciones de Francis Fukuyama sobre “el fin de la historia”.

“Doña Rosa”, esa encarnación protofascista del sentido común, abominaba del Estado y celebraba la venta de cada joya de la abuela, sin imaginar que al final acabarían por vender a la abuela misma. Nuestro amigo Juan Carlos Volnovich definía la subcultura farandulera dominante con una frase certera: “El menemismo ha hecho público lo privado y privado lo público”.

Con Beto nos preguntábamos dolorosamente cómo se podría superar este modelo a lo Juárez Celman que nos tocaba padecer; qué reforma podría intentar un hipotético gobierno alternativo –en un improbable futuro– para revertir ese colosal vaciamiento, cuando le habían arrebatado las herramientas elementales para construir soberanía.

No apresure el lector escéptico la sonrisa irónica o el juicio lapidario: no intento componer una canción de gesta con la votación del jueves y menos aún pretendo insinuar que estamos cerca de reconstruir algo parecido a lo que fue el Estado de Bienestar que la Argentina conoció hace muchas décadas.

Es apenas un paso, pero un paso en la dirección correcta, porque el servicio público de aeronavegación comercial es mucho más que la simple demanda de pasajes; tiene que ver con la integración territorial y el desarrollo económico y social de la Nación.

Es verdad que ese paso fue dado inicialmente por el Gobierno con ambigüedades, contradicciones y la censurable intención de que el Congreso ratificara como escribano el acta-acuerdo para la compra venta de Aerolíneas y Austral firmado por los representantes del corsario Marsans y el secretario de Transporte, Ricardo Jaime, que no se lució precisamente en el control del vaciamiento perpetrado por la empresa española.

El proyecto original que el Poder Ejecutivo envió al Congreso, firmado por Jaime, el ministro Julio De Vido y el nuevo jefe de Gabinete, Sergio Massa, incluía también otro artículo imposible de votar: el sexto, que abría una rendija para una eventual reprivatización de la empresa, una vez que el Estado-pelotudo la saneara.

Pero las cosas ya no son como eran y el jefe del bloque del Frente para la Victoria-PJ, Agustín Rossi, tuvo la receptividad y la cintura necesarias para convencer al secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, y a la propia presidenta Cristina Fernández, de que era imprescindible sacar del medio esas propuestas inaceptables, para que la ley de rescate fuera votada por otros bloques y por los propios críticos que ya alzan la voz dentro del oficialismo.

Los hechos le dieron la razón y la mayoría más sus aliados eventuales se impuso por 167 votos contra 79, con sólo 10 ausencias. Un triunfo mucho más holgado que el obtenido por el proyecto de las retenciones móviles, también modificado por Diputados y hundido en el Senado por el voto “no positivo” de Cleto.

Un escenario que probablemente no habrá de reproducirse cuando la Cámara alta trate la media sanción sobre Aerolíneas. No sólo por la contundente votación en Diputados y el ánimo social, mayoritariamente favorable a la recuperación de la línea de bandera, sino porque la propuesta de la oposición (integrada entre otros por la UCR, la Coalición Cívica y el PRO) es directamente un disparate.

Muy lejos estaba entonces de suponer que llegaría a vivir lo que tuve el privilegio de disfrutar la noche del jueves pasado: estar sentado en una banca de diputado, votando la reestatización de Aerolíneas Argentinas.

La quiebra de Aerolíneas y la creación de una nueva empresa supondrían costos económicos y sociales mucho más onerosos para el Estado y la sociedad, que la reestatización, además de acabar con la continuidad laboral de los más de nueve mil empleados de AA y Austral.

Un dato no menor respecto de los cambios introducidos en el proyecto del Ejecutivo por el dictamen de mayoría es que el precio de la compra, que en el acta-acuerdo made in Jaime De Vido podía ser fijado por las partes con el eventual arbitraje de un tercero supuestamente imparcial, ahora será establecido por el Tribunal de Tasación, con la cooperación de la Auditoría General de la Nación y la aprobación o rechazo del Congreso.

A la hora de fijar el precio habrá que recordar que el Grupo Marsans cuando compró Aerolíneas, ya fundida escandalosamente por Iberia, pagó un euro. Lo cual fue festejado como un triunfo por el malogrado gobierno de Fernando de la Rúa. Y que los corsarios ibéricos lejos de incrementar el patrimonio de la aerolínea terminaron de evaporarlo, incluyendo en sus pases mágicos los 750 millones de dólares que les otorgó la SEPI (Sociedad Estatal de Participaciones Industriales) del Estado español.

El dictamen de mayoría votado el jueves dista de ser perfecto; a varios diputados que votamos positivo nos hubiera gustado incluir un artículo propuesto por los socialistas en su dictamen de minoría, que establece la creación de una comisión bicameral investigadora del proceso iniciado el 18 de julio de 1990 con la privatización de Aerolíneas Argentinas SA y Austral Líneas Aéreas-Cielos del Sur SA, hasta la fecha del acuerdo firmado entre el Poder Ejecutivo Nacional y la firma Interinvest SA (Marsans), el 17 de julio de 2008.

La pelota está ahora en campo de los corsarios, pero regresará al Congreso para fijar el precio. Si los autores del pillaje accionan contra el país, habrá llegado la hora de subir la apuesta y votar, directamente, la expropiación.

por Miguel Bonasso
Publicado en Crítica de la Argentina el 24/08/2008